A treinta años de la caída del Muro

“Don´t look back in anger”, cantaba Oasis. Del otro lado del Atlántico, Silvio Rodríguez rechazaba un cáliz: “me vienen a convidar a arrepentirme”. A treinta años del vital otoño berlinés de 1989 conviene recordar esas palabras antes de evocar la memoria de esos días. Una mirada iracunda pondría en cuestión el valor de ese momento de emancipación a la luz del estado contemporáneo de la democracia y de su matrimonio mal llevado con el capitalismo. Una mirada cínica llevaría a decir que no sirvió de nada. Nuestro modo de ver rescata el valor emancipatorio intrínseco que tuvo la acción de acometer, trepar, saltar, agujerear, demoler el muro que hacía de Berlín Occidental un enclave dentro de la esclerosada República Democrática Alemana. No hubo tal cosa como una “caída” del muro: no fue la fuerza de la gravedad sino una acción humana consciente la que terminó con una pared física que encarnaba la idea imposible de aislar a unos alemanes de la experiencia histórica de otros alemanes. Donde dijimos “alemanes” puede leerse, definitivamente, europeos.
La separación buscada por el muro era quimérica. Cada disparo de un vopo que atravesó la espalda de un alemán oriental fue no sólo un acto criminal, sino el gesto vano de quien pretende tapar el sol con las manos. El llamado socialismo real (que tuvo de real todo lo que le faltó del socialismo que Rosa Luxemburgo negaba que pudiera ser sin democracia) estaba ineludiblemente unido al capitalismo: era un subsistema del orden global que en el mejor de los casos podía considerarse un estado de transición. En esa relación inescindible entre las partes que el muro imaginaba separar, los regímenes burocráticos de partido único se aseguraron de que a sus ciudadanos les tocara la peor parte: ausencia de libertad, escaso dinamismo económico, baja transferencia de innovaciones tecnológicas hacia el consumo popular, por nombrar sólo ciertos rasgos. Al mismo tiempo, la experiencia de esos regímenes funcionó al otro lado del muro como una amenaza que facilitó los acuerdos entre estados, empleadores y sindicatos que dio lugar a lo que Ralf Dahrendorf llamó el consenso socialdemócrata y a su expresión institucional definitiva, el estado de bienestar. Si en lo que se llamó Occidente los empleadores aceptaron acompasar la suba de los salarios a las mejoras de productividad fue tanto por las relaciones de fuerza que sindicatos y partidos de izquierda habían creado, como por considerar que ese era un trato mejor que la expropiación estatal que habían decidido los regímenes de obediencia soviética.

Por eso es que la marea de alemanes que empieza a salir hacia la República Federal de Alemania vía Hungría, primero, y que derrumba el muro, después, es también un gesto de apropiación de beneficios que derivaban en parte del sufrimiento al que ellos habían estado sometidos por sucesivos gobiernos teledirigidos desde la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

La fiesta a la que llegaban los alemanes orientales, sin embargo, tocaba a su fin. El enfrentamiento que opuso en esos días al canciller de la RFA, Helmut Kohl, y al líder de la oposición socialdemócrata, Oskar Lafontaine, con el primero favoreciendo la absorción de la RDA y el segundo proponiendo un modelo de transición sin unificación inmediata, ponía de un lado al convencido de que el capitalismo hiperproductivo iba a poder incorporar sin traumas a los länder atrasados del este y del otro al precavido que consideraba injusto obligar a trabajadores de un sistema de baja productividad a pagar el costo de la reunificación. De un lado, el reclutamiento inceremonioso como asalariados (en el mejor de los casos), del otro, la bienvenida parsimoniosa a la democracia y a los derechos.

El estado de bienestar había sufrido su primer gran golpe con la crisis del petróleo en 1973. Inflación y crisis fiscal fueron los síntomas que aparecieron de inmediato; neoliberalismo fue el remedio que poco después empezaron a aplicar las élites. La gesta emancipatoria desde Gdansk hasta Budapest coincidió con ese momento. Al tiempo que los pueblos del centro y este de Europa construían su libertad, las élites occidentales veían evaporarse definitivamente la amenaza que las había hecho consentir la regla socialdemócrata y se lanzaban con brío renovado a la construcción del consenso neoliberal.